"Tetide" de Nicola De Luca
Yo, Sabana
Aquel día, en que no llegaste, empecé a hacerme amiga de su voz.
Miraba en mi muñeca, cómo hacia al absurdo reloj que nunca llevo. Abrí el
bolso y busqué dentro el móvil; eran la siete y media y ya hacía un buen rato que estaba allí esperándote. Volví
a mirar dentro del bolso; dentro del desorden que cuelgo sobre mis hombros y sin
saber demasiado qué estaba buscando, empecé a pensar en todo el peso inútil que
tantas veces arrastro.
Todo el peso inútil. Y miré hacia la puerta por si
entrabas, pero no.
Allí sólo
estábamos él y yo. Su voz, canturreando
algo que podía parecerse a un villancico, mientras iba situando las tapas que
ya había preparado, en el mostrador de la barra.
Su voz, que me hablaba a unos metros de distancia, a
mí, completamente ausente de todo en tu distancia.
_ Es que como no empiece a poner en orden todo ahora, luego ya no hay
manera. Los viernes, se llena que no veas…
Y volvió al final de la barra y se puso a cortar jamón…
_Ahora me callo y no te hablo_ me decía_ porque es que el otro día me rebañé la yema
de un dedo, por estar distraído...
Le sonreí
detrás del brillo acuoso de mis ojos. Supongo que debió ver resbalando por mi
cara alguna lágrima, porque en un instante dejó el cuchillo sobre el jamonero y
se acercó sentándose frente a mí.
_ ¿Cómo te llamas?
Dije Sabana,
sin pensarlo. Él arqueó las cejas, como si no lo comprendiera bien, mientras
repetía: ¿Sabana?
_ Bueno, en realidad no me llamo Sabana_ traté de explicarle_ Pero me gusta
mucho que me llamen así.
_ Pues
entonces te llamaré así. Y dime ¿Es tu novio ese hombre que alguna vez te
acompaña?
No pude contestarle con ninguna palabra, solamente negué con la cabeza y él
se levantó de la silla de repente, como si lo comprendiera todo y se me plantó un
beso sonoro en la mejilla.
_Ahora mismo voy a prepararte un capuchino. Creo que te va a sentar muy bien
Le sonreí de nuevo. Aproveché para ir al baño, mientras él se perdía tras la barra, así podría llamarte desde
el baño. Y entonces, al instante de oír tu voz, supe que te habías olvidado de
nuestra cita. Me respondiste como otras veces en un: “¿Cuándo vienes?
Tengo que enseñarte algo que acabo de escribir”.
Pero yo ya no fui capaz de regresar, ni tampoco de darte ninguna
explicación.
Creo que si no hubiese habido, antes de esa tarde de diciembre, otra docena
de tardes como aquella, aún hubiese tenido fuerzas para regresar y que me
leyeras todo lo que habías escrito, mientras te olvidabas de que habías quedado
conmigo en algún café de la ciudad. Pero es que aquella tarde hacía mucho frío
y ya no tuve ganas de andar sola hacia tu casa.
Pero sí regresé durante un par de semanas a aquel mismo lugar. Necesitaba mucho los capuchinos, que ya se me habían hecho tan imprescindibles como las 6 horas
de sueño. Necesitaba su risa para huir de mí misma, escuchar la cantinela de su voz, subiendo y bajando por
mis montañas rusas.
Empecé a darme cuenta de que antes de que yo entrara, él ya tenía los ojos
puestos en la puerta. Siempre tenía tiempo para mí, se sentaba sin prudencia
alguna en mi mesa y hacia un gesto a la camarera de “tú ve haciendo, como si yo no
estuviera”
Un día, se le ocurrió dejar a un amigo suyo: “el Trapas”, que el pobre andaba
sin trabajo, a cargo de todo lo
referente a las cenas del local. Entonces bajábamos paseando desde Verdi hasta
Santa María del Mar. Yo colgada de su brazo y él de mi ilusión recién inaugurada.
A menudo, cenábamos en aquel sitio del Born que a mí me gustaba tanto y al
que tú no querías ir porque no te dejaban fumar dentro.
Ahora casi siempre vamos a mi casa, porque allí es donde aún tengo todas
mis cosas y puedo ponerme a escribir si me desvelo en plena noche o no me
duermo tan rápido lo hace él.
Vivimos todavía en esa etapa tan bonita en que no podemos dejar de vernos ni un
solo día. Ni un solo día, ni una sola noche podemos dejar de hacernos el
amor.
A veces siento que también hago el amor con su voz y con cada uno de los
sonidos que emergen de su cuerpo. Yo casi nunca digo nada. Me callo,
respiro intensamente sus sonidos y escucho sus palabras.
A veces, me atrevería a decir que son casi poesía pero luego va y suelta
algún taco y a mí me estalla la risa y pienso que… ¡qué coño jodida poesía y
sus atroces!
Me gusta mucho como suena mi nombre nuevo entre sus labios. Me lo pronuncia
tan despacio que me dibuja en cada letra.
Me gusta cómo suenan sus besos en mi espalda, como moja los silencios en
que no habla y solamente se desliza con la boca abierta desde mi cuello hasta
el final de mi vientre. Como retumban sus latidos o sus jadeos en la habitación, cuando se mueve
alborozado como un potrillo desbocado sobre mi cuerpo.
Ahora soy más muda que nunca cuando hago el amor con él. Ya no hablo, ni
indico camino alguno. Ha dejado de ser
necesario. Solamente emito algún sonido
suave y prolongado; algún estremecimiento que vuela como él lo hace, de dentro hacia fuera.
Es como si hubiese vuelto a nacer al mundo de los sonidos, como si se me
hubiese agudizado más el oído, o existiese en mí una nueva conexión oído-tacto.
Pero casi nunca puedo dormirme tan rápido como él. Entonces siempre recuerdo
que mi abuela me decía que quien se duerme en seguida es porque tiene la
conciencia tan tranquila como la de un niño pequeño.
Y me quedo pensando que yo también tengo la conciencia bastante tranquila,
es sólo que a veces me galopa algún pensamiento y no me deja dormir hasta
que no lo escribo o lo remato.
Por eso he puesto mi escritorio aquí mismo, justo al lado de la cama.
Me levanto y me siento a escribir todas estas cosas que no puedo contener.
Lo miro y está completamente dormido con los brazos y las piernas abiertos
en cruz, como un bendito y me da la risa tonta cuando me imagino que es
como si estuviese esperando a ser abducido por algún dios de los sueños. Pero
luego se gira y se acurruca hacia el hueco que yo he dejado en la cama, lo
palpa con la mano y abre un poco los ojos buscándome; arquea las cejas y me
sonríe desde lo hondo de su sueño. En menos de un minuto vuelve a estar otra
vez panza arriba, con los brazos abiertos en cruz.
De vez en cuando le oigo decir mi nombre entre sueños. “Sabana,
Sabana”…
Ese es el nombre con que él me llama, el nombre que se adueñó de mí
aquella tarde de diciembre en que te esperaba sin dejar de fumar, sentada en
una mesa vacía.
El nombre que me quita todas las corazas. Un nombre como el alma que ahora abro y empiezo a entregar cuando él me ama.
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