sábado, 17 de octubre de 2009

Amil Abasash, "De los amantes del cubo"



Amil Abasash era un muchacho iraní de 18 años de edad. Tenía el pelo lacio, de un intenso azabache, la piel olivácea y unos ojos grandes con forma de almendra muy parecidos a los de su abuelo materno Josuah. Aunque el detalle más peculiar del rostro de Amil era el hoyuelo profundo que le partía la barbilla en dos y que destacando bajo la línea fina de sus labios, otorgaba al conjunto de su cara una belleza de rasgos más parecidos al porte griego que al de las propias gentes de su tierra persa.
El viejo Joshua, había sido su protector desde que el muchacho siendo un niño quedara huérfano de padre y madre.
Cuando Amil creció, dejando atrás su primera infancia, le enseñó a trabajar la madera como él mismo lo hacía y a cuidar del rebaño que tenía la familia. Y ambas cosas eran suficientes para subsistir en aquella época de una forma modesta, tal como debía ser según las creencias religiosas que tenían. Pero al mismo tiempo que se formaba el cuerpo del joven Amil, transformándose en el de un hombre, su abuelo se preocupaba con gran ahínco del crecimiento de su espíritu. Su mayor deseo había sido encaminarlo hacía la espiritualidad que encerraba la filosofía del sufismo, legado del cual un día debería ser portador el muchacho, porque así era siempre la tradición: de padre a hijo. Y dado que Joshua había perdido a su propio hijo en una expedición que éste realizó hacia otras tierras, era Amil el pequeño heredero que el anciano maestro atesoraba hasta convertirlo en un hombre de juicio.
Joshua había sido desde joven, un hombre de dones y valores; uno de los sabios discípulos del sufismo que habitaban aquellas tierras persas.
Poseía conocimientos de astrología, de alquimia, conocía ciertos métodos adivinatorios y tenía dones para sanar las enfermedades más irremediables que achacaban a las gentes que se acercaban hasta su casa.
Joshua había ido adquiriendo con el paso de los años el acceso a los misterios de su filosofía como premio a haber sido desde joven un hombre de espíritu sereno, amante de la mística, de la vida y de todos los secretos que para un sufí ésta encerraba.
Amil, recordaba su niñez en una casa dichosa, llena de vida; en la que siempre estaban las puertas abiertas, pues el abuelo recibía las visitas que llegaban hasta allí a veces de tierras muy lejanas. Gentes que se acercaban a él para pedirle consejo ante un problema o para rogarle el remedio para sanar alguna dolencia que les aquejaba. Y en aquella casa entraban y salían pobres, ricos, hombres, mujeres y niños que eran igualmente bienvenidos y atendidos por Joshua con la misma seriedad, porque según decían los escritos más antiguos para un sufí cualquier hombre era un universo único y excepcional que merecía la estima y confianza de dios, o lo compasión y protección de sus iguales, si así lo precisaba.

Y así había ido transcurriendo el tiempo, desde que Amil recordara en su joven memoria, hasta que un día con 98 años su abuelo murió de viejo una noche de junio justo 12 horas después de hablar con él sobre el secreto que debía desvelarle el día que el muchacho cumpliese sus 18 años. Ese mismo día, al despertarse, Joshua había escrito en un pergamino el nombre de su nieto, la fecha de su nacimiento y una frase en la que ponía la palabra “desierto”. Lo enrolló con sumo cuidado y lo guardó en uno de sus bolsillos. Al caer la tarde, llamó al muchacho llevándoselo tras la casa al patio de los olivos y le pidió a su hermana Sabasha que les trajese unas vasijas con vino.
Amil se sentó frente al abuelo, con las piernas cruzadas apoyando la espalda en el tronco de un viejo olivo, y él anciano le ofreció una vasija llena de vino para que bebiese. Se quedo unos instantes contemplándolo con gran estima, mientras sonreía y le decía emocionado: "Ahora ya eres un hombre Amil y puedes compartir el vino con los demás hombres". Entonces, como si de un ritual se tratase aquel encuentro, sacó el pergamino que llevaba escrito el nombre del muchacho y empezó a desplegarlo mientras le contaba que ya tenía edad para que le fuesen desvelados los secretos del cubo y le entregó el pergamino pidiéndole que pusiese su mente en blanco y que la dejara volar libremente ante las preguntas que iba a empezar a hacerle.
"Se trata de que puedas verlo todo sin los tabúes de la mente hijo mío, porque este juego la única magia que necesita es aquella que surja de tu interior..."

Amil escuchaba atentamente, casi maravillado ante aquel nuevo misterio que su abuelo le mostraba esta vez como un regalo a sus 18 años recién cumplidos. Y el muchacho recordó en ese momento, que desde los doce cada año que había pasado junto a Joshua el día que celebraban su natividad, su abuelo preparaba una nueva sorpresa para él a veces a modo de adivinanza otras era un misterio sobre el cosmos y el origen del hombre, pero de cualquier modo conseguía despertar en Amil tal inquietud por descubrirlo que el muchacho se pasaba días y días enteros cavilando las posibles respuestas.
Pero esta vez era diferente, lo mismo que el semblante de Joshua también lo era. Mostraba en la expresión de su rostro un aire de seriedad absoluta y no la picardía que otras veces había delatado cuando llevaba a Amil hacia un nuevo interrogante del hombre o de la vida. Y aquella tarde, el anciano estaba tan interesado en que el espíritu de Amil se adentrara en una búsqueda sin fin, que sus gestos lo delataban y no paraba de frotarse las manos mientras miraba a su nieto con una adoración, que nunca antes el muchacho había percibido del mismo modo. Juntó las palmas de las manos y le pidió que por primera vez no pensara demasiado tiempo la respuesta a las preguntas que iba a empezar a hacerle, sino que se dejase llevar por lo que su imaginación le trajese a la mente en cada momento.
Y con gran lentitud y gravedad en el tono empleado, empezó a hablarle al muchacho del origen de aquel misterio al que dio el curioso nombre de "Juego sufí del cubo".
Le contó que era un juego tan antiguo que ni siquiera había nada escrito sobre él, que se había ido transmitiendo oralmente de padre a hijo a través del tiempo y las generaciones y que se creía que le había sido entregado a un antiguo maestro del sufismo como el regalo a su largo retiro en el desierto. Y por ese motivo, era el desierto la primera imagen que la persona debía imaginar porque aquel era el paraje inhóspito donde iban a enmarcarse el resto de símbolos que uno tras uno se irían desvelando al interpretar las respuestas dadas por el alumno para cada uno de ellos. Unos símbolos que habían sido tan bien escogidos, que servían del mismo modo para descubrir a cualquier persona, fuera hombre o mujer, de una u otra raza, civilización, o creencias religiosas.
Y ya cuando acabó de explicarle el origen y el poder de autoconocimiento que se encerraba en aquel juego, volvió a insistir repitiéndole:
" Deja tu mente en blanco, Amil e imagínate sólo un desierto. Sé que nunca lo has visitado, más es ese paraje al primer lugar al que debes transportarte para iniciarte en el juego".

Entonces le entregó a Amil el pergamino que había desdoblado con sumo cuidado que ahora tenía escrito bajo el nombre y la fecha de nacimiento del muchacho un título en el que se leía "El desierto de Amil Abasah". Y debajo de un espacio en blanco en el que se suponía que el joven debía escribir todo cuanto le sugiriera el desierto, había otro título que decía: "El cubo de Amil". Y todos ellos estaban escritos con unas letras de tal perfección en la grafía, tan delicadamente pinceladas, que sólo un escriba sufí de manos expertas y cultivadas en aquel arte como era el viejo Joshua, podía llegar a conseguir.
Amil tomó un trago largo del vino, llenándose el paladar de un sabor exquisito que para él era también completamente nuevo. Miro al anciano, le dio la vasija para que se la sostuviera y tomo en sus manos el pergamino, sorprendiéndose mientras sonreía de que era su nombre completo lo que estaba inscrito en él.
Joshua empezó a decirle, mientras juntaba las palmas de las manos a modo de rezo:

"Imagina tu desierto Amil, piensa cómo lo ves... sumérgete en él. Deja que te calen las sensaciones, es el lugar donde estás ahora, siéntelo, cobíjate si hace falta, hazlo tuyo. Tienes en tus manos ese pergamino, traza en él lo que te sugiera el desierto que estás viendo, todo cuanto venga hasta ti, para no olvidarlo nunca, pues éste juego va a servir para el resto de tu vida y vas a recordarlo aún incluso el día que llegues a ser tan viejo como yo".

Y el joven Amil, se quedó pensativo unos instantes y antes de describir con letras o sensaciones su imagen recién creada de aquel lugar al que trasladó sus sentidos y percepciones, se puso a hacer un dibujo en aquel pergamino y luego fue trazando en él pequeños detalles que asomaban en cualquier rincón dando más vida a su desierto. Y cuando hubo acabado el dibujo, le preguntó al abuelo si podía escribir en persa, y éste asintió con la cabeza. Entonces Amil escribió bajo el dibujo todas las palabras que aquel cuadro le sugería, subrayando con dos trazos entre todas ellas la palabra "inmensidad".

Joshua le había enseñado a escribir desde niño y a esas alturas el muchacho ya dominaba la lengua como ningún joven de la aldea lo hubiese hecho a una edad tan temprana. Pero el persa era su lengua materna ya que el árabe solo lo empleaban para leer los textos antiguos y para cantar los salmos purificadores que usaban en sus oraciones, y por ese motivo el persa era la lengua con la que mejor se expresaba y podía identificarse, así que el pergamino del desierto de Amil se lleno de dibujos y palabras persas en menos de diez minutos. Cuando acabó, levantó la cabeza satisfecho y sonrió con los ojos al abuelo acercándole el pergamino mientras le decía: "Abuelo mira, Mi desierto está lleno de vida y es infinito como una noche de estrellas". Y el anciano le devolvió la sonrisa posando su mano derecha sobre la rodilla del joven y descubriendo sin demasiada sorpresa, pues conocía a su nieto como a la palma de su propia mano, que el desierto de Amil era muy parecido al que él mismo había imaginado la primera vez que su padre le había enseñado aquel juego sufí el día que Joshua había cumplido también los 18 años.
Empezaba a caer la tarde a espaldas de ambos llenando el aire con las fragancias de los jazmines que Sabasha tenía alrededor de la casa y que empezaban a abrirse uno tras otro. Más tarde, les llegó el aroma que se escapaba de la cocina en la que ella preparaba un guiso de carne de cordero para agasajar al joven Amil en su día. Se percibían entremezclados también los olores de las especias tan intensas flotando en la atmósfera, que parecía que estuviesen en un mercado oriental en vez de en el patio trasero de la casa.
Y una tras una, el anciano fue haciendo a su nieto todas las preguntas cuyas respuestas a través de dibujos imaginativos y de palabras el muchacho seguía plasmando en el pergamino. Amil entrecerraba cada vez los párpados, transportándose a aquel lugar del desierto que nunca en la realidad había visitado pero que casi de una forma extraña y mágica invadía en aquellos momentos todo su ser, hasta hacerle incluso sentir que aquel curioso juego se adentraba tanto en su interior que su mano era ya sólo una herramienta, una prolongación del espíritu que proyectaba en el papel todo cuanto su yo más interno deseaba entrever bajo la sugestión del juego.
Cuando Amil acabó, Joshua le desveló uno por uno, el significado de los seis símbolos. El rostro del joven se iba transformando por momentos entre gestos de sorpresa y expresiones de franca gratitud ante aquel legado de sabiduría que una vez más el viejo anciano le entregaba.
Y así se fue aquella tarde de Junio, la última que ambos; nieto y abuelo pasaran juntos. Y ya cuando cayó la noche, miraron hacía arriba y vieron como un tapiz de estrellas les cubría de tal forma que apenas se vislumbraban ya los gestos de sus rostros. Entonces, entraron en la casa para compartir junto a Sabasha, el guiso preparado para el festejo del joven. Y aquella mujer, que era la hermana más pequeña de Joshua, pudo ver también con sus ojos a un Amil diferente, mudo, un joven que casi en estado hipnótico se llevaba la comida hacia la boca, mientra perdía la mirada atravesando a ambos hermanos porque seguía aún en aquel desierto lejano que su abuelo le había hecho inventar hacía apenas un par de horas. Y aquella noche cuando la actividad del pensamiento le rindió de tanto imaginar, se quedó profundamente dormido en su camastro y soñó que estaba en aquel lugar; que era su desierto algo real y no el producto de su imaginación dibujado en un pergamino.
Entonces se vio así mismo descalzó pisando la arena, sintiendo en las plantas de los pies el calor y la textura fina del polvo, recorriendo aquel paraje palmo a palmo; primero a pie subiendo y bajando por las siluetas de las dunas y luego a lomos de un caballo que corría veloz hacia el horizonte.
Amil vivía con tal intensidad aquel sueño, que hasta el viento del desierto movía sus ropas y le traía olores nuevos al verde de un oasis y a frescor salvaje. Entonces se le ocurrió seguir la dirección del viento que le llegaba del norte y fue a toparse con un paraje donde el verdor era absoluto... realmente un hermoso oasis de esplendor en el que se apeó del caballo sorprendido ante tanta belleza. Y fue en aquella isla de tonos multicolores, rodeada de arena y dunas, donde de repente se encontró con el abuelo sentado bajo una palmera, envuelto en una bruma dorada que se desprendía de su cuerpo.

Joshua lo estaba mirando. Le pidió que se acercara, que se sentará a su lado y allí mismo bajo la palmera empezó a contarle que debía emprender con el rebaño un viaje hacia las tierras del norte, que en los montes de Erbulz encontraría la cueva del desierto y podría adentrarse paso a paso en los misterios que todo sufí debía conocer al dejar atrás la niñez y entrar en la edad madura. Entonces el anciano aún envuelto en la bruma dorada, abrazó a su nieto, se levantó y empezó a caminar hacia el horizonte alejándose del muchacho. Se giró sólo un momento despidiéndose de él mientras le sonreía y alzó la mano mirando por encima de su cabeza y Amil pudo ver maravillado como una escalera que se elevaba hacia arriba y parecía surgir de la nada estaba ahora junto a Joshua…
Y vio como el anciano empezaba a ascender por ella hasta perderse de su vista cielo arriba.

Y se acabó el sueño de ese modo, despertando a Amil de un sobresalto. Se calzó a tientas las sandalias que había dejado junto a su cama al acostarse y fue veloz hasta el lecho del abuelo. Entonces, en la oscuridad de la estancia en que dormía siempre el anciano, pudo ver alrededor de su cuerpo la misma bruma dorada que en el sueño y al acercarse y mirarle lo encontró con el gesto apaciguado y un fina línea en los labios, a modo de sonrisa, que permanecían ya sellados de todo misterio.
En ese momento el joven Amil, supo que el espíritu del anciano ya había emprendido su propio viaje. Entonces el muchacho se arrodilló ante él, con la cara desencajada por la tristeza de tener que resignarse a perderlo, mientras conmovido se abrazaba a su cuerpo de bruma y mientras le miraba a través de las lágrimas pudo ver como su rostro ahora parecía el de un niño, como sí tantos años vividos y tantas bonanzas realizadas día tras día hubiesen borrado toda huella del tiempo sobre su piel y al morir aquella noche, despidiéndose de él desde el mundo de los sueños, hubiese recuperado la juventud en la carne. Y el joven muchacho conmovido por aquella escena, vio reflejados sus propios rasgos en la cara del viejo Joshua como si de un espejo que ante el tuviese se tratase y empezó a cantarle versos sufies entre sollozos que decían algo así como:
"Oh mi viejo y amado padre en dios, que el corazón del cielo te ilumine para siempre".

Y así lentamente, empezó a levantar Amil el ánimo limpiando su voz con el canto hasta que despuntó el alba y la bruma dorada que había envuelto al anciano en la oscuridad de la noche, empezó a desvanecerse lentamente al colarse por la ventana los primeros rayos de sol que daban paso a un nuevo día.
Un caluroso día del mes de junio en el que un desfile interminable de hombres, mujeres y niños empezarían a peregrinar por la humilde casa del viejo Joshua, para darle su último adiós, mientras miraban por última vez el rostro del maestro sorprendidos de que a sus 98 años de edad la tersura y suavidad que enmarcaban sus facciones reflejaran una paz y serenidad tan profunda como la de un niño dormido.
Y Amil guardó el pergamino, como el tesoro más preciado que su abuelo le entregara, y empezó a cavilar en que lugar de los montes de Elburz podría dejar la tristeza que le aprisionaba en lo más profundo de su ser...

Lucíabluesindreams, de "Los amantes del cubo"


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