martes, 17 de agosto de 2010

TODO VUELVE A SER AZUL, RELATO 2ª PARTE



Moraban allí, junto a nosotros,  unos maestros de luz inmensa, unos sabios; aquellos que mediante su energía nos protegían y nos enseñaban a permanecer en armonía con el cosmos, con el señor de los cielos, que reinaba más allá de las galaxias y de los cuerpos estelares.

Ellos fueron, quienes me dijeron que debía emprender un largo viaje hacia otro mundo. Durante el transcurso del cual se borraría de mi memoria el recuerdo de todo cuanto antes había sido, mientras estuve allí.

Un día pronunciaron su nombre, aquel lugar se llamaba “La Tierra", era un planeta azul y verde que estaba en una galaxia muy lejana a la mía.
Según fui comprendiendo; allí debería vivir primero en una madre para luego crecer fuera de ella y transformarme poco a poco en hombre.
Recuerdo que empecé a preguntarme, cómo sería ser un hombre y si acaso no iba a ser demasiado doloroso vivir esa experiencia de estar tan solo y tan lejos del cuerpo de mi estrella.  
Pronto supe que no iba a estar tan solo. Me contaron que allí había millones de seres como yo, y que aquel lugar hacia dónde yo me dirigiría, era un planeta muy rico, pero agotado y ensombrecido día tras día, a causa de que los seres que lo habían ido habitando no habían respetado la armonía de su naturaleza y generación tras generación, en el transcurso de los tiempos, se había ido destruyendo en gran parte su hermosura.









Contaban que allí existía un sentimiento profundo que no se vive en el cosmos. Lo llamaban dolor y todo era confuso en él. Reinaba el miedo y la soledad en los seres que así se sentían y que incluso la mayor parte de ellos, que procedían de cuerpos estelares como el mío, se inundaban en ese dolor al haber perdido completamente sus recuerdos, al llegar a la tierra, 


Supe también, que allí las personas, a menudo se sentían solas y extrañas, que no veían la lu luz, ni crecían dentro de ella. Que todo era bastante contradictorio, que se vivía en los extremos de sentimiento, de la razón, de la mente, del corazón y de los egos.


Había hombres que amaban intensamente y se entregaban a una vida noble y otros que sin embargo, vivían confundidos entre el odio y la desesperanza y hasta llegaban a matarse entre ellos alimentando la maldad y la venganza, sin averiguar nunca lo que buscaban con aquello.
No cesaba de preguntarme, cómo viviría yo en aquel lugar, quien iba ser mi nueva madre, aquella que me iba a dar una vida nueva, diferente a la única que yo conocía hasta entonces. Pero sobre todo: cómo iba a poder reconocerla y encontrarla, en aquel mundo tan extraño.

Recuerdo que pensé, si acaso debía tener ella una luminosidad azul tan hermosa como la de mi estrella.

Estuve bastante triste unos días antes de marcharme, pues  ella era todo cuanto yo necesitaba y en aquel cuerpo de luz y polvo cósmico era donde desde que tuve memoria de ser, yo había aprendido a fluir, presente y consciente en la totalidad, en la paz absoluta que mi estrella se había proporcionado siempre.

Fue un larguísimo viaje, más no tuve dudas cuando al fin la encontré. Había soñado con su imagen, tuve una visión clara: vi su rostro humano, sus ojos brillantes y una bruma azulada que la envolvía, del mismo modo que una nebulosa azul rodeaba a mi estrella, cuando yo me separaba de ella para contemplarla en la lejanía.

Sé que estuve un tiempo distante de ella, simplemente observándola. Hasta que un día, mientras soñaba, me vi arrastrado de una forma casi mágica hacia su cuerpo. Sentí una fuerza increíblemente poderosa y me encontré de repente en el umbral de un largo túnel rosado. Empecé a sentirme en él blando, cálido y muy dichoso.

Cuando pude darme cuenta, ya había traspasado la barrera que nos separaba y me encontré viviendo en el interior de su ser, de su útero, de su cuerpo de carne, huesos y luz femenina, como la de mi estrella.


Poco a poco, envuelto en aquel pequeño mundo de calor y sensaciones, iba creciendo aquello que empecé a percibir como mi propio cuerpo.
Empecé a abrirme a los sentidos, aprendiendo a controlar los movimientos de cada uno de mis miembros. Cuando agitaba los brazos, para acercarme las manos hasta la boca y llenarla con mis dedos, en ese afán de chuparlos, sentía un placer inmenso. Eso me gustaba muchísimo.

También movía con fuerza las piernas y daba patadas a las paredes blandas que me rodeaban, para probar mis propias fuerzas y mis pequeñas habilidades desarrollándose día tras días.


Intuía que a ella le gustaba, sentirme jugando, en movimiento y percibía lejano el calor de sus manos posándose sobre mí a través de aquellas paredes de carne, músculo y piel que nos separaban de otro contacto más cercano.
Y allí complacido, con la boca llena de dedos, la escuchaba hablar a menudo y a veces hasta tatarear una musiquilla que me encantaba, porque me serenaba hasta caer en un dulce y profundo sueño.
Aprendí más adelante, a agudizar mi oído, para apreciar cada matiz del más grande de todos los sonidos: el de su corazón. Con el tiempo pude percibirlo con más intensidad que el mío propio.
Aprendí a conocer sus ritmos y escuchando aquellos latidos podía saber cómo mi madre se sentía. Y así, si ella descansaba, si no percibía yo ningún movimiento, me dormía también sereno completamente, en la paz de sus latidos.

Era entonces cuando podía percibir la vida que ella vivía en ese mundo, a través de mis sueños y no de mis sentidos.
También solía viajar desde ellos, de nuevo hacia la luz de mi estrella. Era un viaje sin cuerpo, sin otro deseo que el de seguir viéndola día tras día, aunque fuera solamente por un tiempo muy breve.

Llegaban también hasta mis sueños los maestros de la luz, y me contaban más detalles acerca de mi presente y de cómo iba a desarrollarse todo, conforme yo estuviese preparado para el momento de abandonar el cuerpo de mi madre y vivir con el mío propio, fuera de aquel tierno espacio que entonces era mi único mundo.

Un día al despertar supe que no podría permanecer demasiado tiempo más allí. Apenas tenía ya sitio para moverme. Ese día, lo reconozco, tuve muchísimo miedo. Un miedo que jamás antes había sentido y me acurruqué, escondiendo la cabeza entre mis brazos, escuchando su latido para recogerme aún más en mi mismo, para no ocupar demasiado espacio, ya que yo no quería abandonar aquel lugar que era para mi tan cálido y placentero.

Me había acostumbrado a jugar con el agua tibia que me envolvía; intentaba atraparla con mis manos, con mi boca, entraba y salía de ella, se escapaba hacia dentro y cuando en mi torpeza, me la tragaba, me divertía sintiendo como recorría todo mi cuerpo.

Un día, mientras dormía, me despertó su latido extrañamente acelerado. Sentí por primera vez, cómo me oprimían las paredes de mi casa con una fuerza casi insoportable. Todo temblaba a mi alrededor.
Tuve tanto miedo, que empecé a luchar contra aquellas paredes que aparecían ante mi hostiles y extrañamente contraídas. Di varios golpes con insistencia y de repente una fuerte sacudida me bloqueó. Sentí como perdía mi agua, me agité inquieto buscándola, pero ya nunca más pude recuperarla.

Algo se había quebrado bajo mi cabeza y me veía cada vez más impulsado hacia ese precipicio que se abría sin remedio ante mí.
Apenas sentía ya fuerzas para resistirme. En un momento de breve quietud, pude sentir como mi madre gritaba asustada, llamaba a alguien desesperadamente, mientras todo se nublaba en mi mente.

Entonces, pude ver el fondo de mi casa quebrándose bajo mi cabeza, mientras esa fuerza aplastante me empujaba hacia el hueco que acababa de surgir frente a mí.

No sé cuanto tiempo transcurrió, probablemente demasiado, pues apenas pude soportar ya el dolor. Sentía mi cuerpo magullado, sin fuerzas para oponer resistencia e inevitablemente, tuve que empezar a atravesar aquel estrecho túnel.


imagen de Teresa Salvador, "Fábulas" en Flickr

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