"Circ de Colomers" Imagen de Josep Tomàs, Thunthershead en Flickr |
Se había levantado caminando de puntillas, tarareando una musiquilla para si misma como cuando era niña. Tuvo la sensación de que empezaban a quedar atrás aquellos días de tristeza, que habían estado atormentándola desde que él se había marchado de su lado.
Volver a despertar en aquel lugar era como una liberación para el espíritu, una sensación de auténtica armonía al reencontrarse con los recuerdos de la infancia, con la quietud de la montaña, escapando de los días grises que en la ciudad se solapaban haciendo que todo pareciera siempre tan igual y monótono.
Aquel fin de semana iba a ser diferente, había regresado después de mucho tiempo a la casita de la montaña. El lugar donde sus padres veraneaban.
Le encantaba conducir por aquellos caminos, se sentía feliz y segura. Avanzaba veloz, con la ventana bajada sintiendo como el aire golpeaba su rostro. Había aún rincones cubiertos por las últimas nieves y la luz del sol penetraba a través de las sombras descubriendo aquel bosque que empezaba a despertar del largo letargo del invierno.
Aquella mañana se respiraba un frescor diferente, crecía un rumor a su alrededor y una brisa muy suave, como de primavera, se enredaba entre las ramas casi desnudas de los árboles. Era como si todo se preparara para recibirla y esa mañana de febrero, se podía sentir su aroma ya flotando en el aire.
Paró el coche en un claro soleado del bosque para que sus hijos jugaran. Empezó a correr tras ellos intentando atraparlos, pero se escabullían retorciéndose entre risas porque ella nunca los alcanzaba. Ya cansados de jugar, se sentaron en la hierba para desayunar. Después caminaron hacia un mirador que quedaba allí cerca y recogieron piedras pequeñas del suelo para tirarlas al vacío.
Aquel mirador era el lugar favorito de su infancia, el escondite secreto donde con sus amigos pasaba las horas buscando fósiles, tirando piedras al vacío y gritando sus nombres contra el eco de las montañas.
“La casa del viento”, así habían llamado a ese lugar desde niños. Una casa abandonada, sin puertas ni ventanas donde circulaba siempre el viento a su antojo y la montaña se vertía inmensa y solitaria a sus pies.
Recordó el día en que habían encontrado allí mismo un muerto tirado sobre la hierba; un ajuste de cuentas, un preso acuchillado que alguien había abandonado sin compasión en el mirador, a los pies de la casa.
Desde entonces las gentes del lugar le llamaron “La casa del hombre muerto”, pero para ellos siguió siendo siempre la casa del viento y allí regresaban a escondidas de sus padres que ya no les permitían volver como antes a aquel extraño lugar.
Lucía estaba sentada cerca del borde del mirador con sus hijos, contándoles aquella historia, cuando de repente, vio que subía un coche por la carretera. Llevaba algo enorme de colores amarrado sobre el techo: era un ala delta.
Se emocionó al instante relacionando aquella visión con la aventura de un día de su infancia. Se levantó rápidamente, cogió a los niños de la mano y se los llevó hacia al coche mientras les decía:
-Hoy es nuestro día de suerte chicos… ¡Vais a ver volar!
De niña, subía en bicicleta con sus amigos por aquellas carreteras, aunque por aquel entonces no estaban aún bien asfaltadas. Solían inventar que eran los protagonistas de la pandilla de una famosa novela juvenil.
Un día, mientras estaban en la casa del viento planeando nuevas aventuras, vieron como subía una furgoneta grande por el camino de tierra. Llevaba un ala delta amarrada sobre el techo y se dirigía hacia el montículo que quedaba frente a ellos. Uno de los chicos se levantó diciendo: “¡Vamos a ver lo que hacen!”. Y cogieron sus bicicletas y se pusieron en marcha pedaleando con fuerza.
Aún no imaginaban que iban a contemplar cómo alguien se lanzaba al vacío con aquel gran pájaro de colores.
Por fin llegaron sin aliento al montículo y allí se encontraron con unos hombres jóvenes desplegando el ala delta sobre el suelo, preparando todo para la gran hazaña. Tardaron más de una hora en montarla. Había uno de ellos que caminaba con el brazo extendido hacia arriba, mientras sostenía en su mano un extraño aparato. Cuando los muchachos le preguntaron que hacía, les dijo que estaba midiendo la velocidad del aire y aquel instrumento emitía unos ruiditos agudos mientras él caminaba sosteniéndolo.
Lucía y sus amigos miraban intrigados mientras seguían haciendo más preguntas al joven. Los demás parecían demasiado ocupados montando el gran pájaro de colores. Eran gente agradable, procedente de diferentes puntos de la comarca.
Cuando todo estuvo listo, el joven se acercó a ellos y les dijo: “Bueno muchachos, si os quedáis ahí bien quietitos podréis ver como me lanzo con mi ala delta y vuelo bajo vuestros pies, pero sobre todo no os acerquéis demasiado al precipicio”.
Estaban emocionados, aquello si era una aventura de verdad.
El joven sonreía radiante, todo estaba preparado y su pequeño público lo esperaba lleno de ilusión. Se acercó hasta sus compañeros y los abrazó, después se situó en una especie de soporte que había en el interior del ala y les guiñó un ojo a los chicos, mientras levantaba el dedo pulgar en señal de listos. Ya muy cerca del borde del precipicio, inspiró profundamente mirando hacia el cielo.
Todos estaban paralizados esperando el momento de la caída cuando finalmente, hizo una pequeña carrera respirando de nuevo con ansias y se lanzó al vacío…
Unos instantes después un grito salvaje inundaba el valle. Era un grito impresionante que rebotaba contra su propio eco y volvía velozmente a oídos de aquel público entusiasmado. Todos empezaron a aplaudir, y de repente, Lucía sintió como se le erizaba el vello al escuchar aquel sonido humano dominando la montaña. Fue entonces cuando empezó a pensar que un día ella también lo haría; se lanzaría al vacío y gritaría bien fuerte, sintiendo aquella sensación de libertad y descubriendo el placer de oír su propia voz rebotando en las montañas, mientras planeaba en el aire sobre el valle.
Y muchos años después de aquel día de su niñez, estaba de nuevo allí; con su niña de ayer, con sus niños de hoy, viendo como alguien se lanzaba de nuevo al vuelo poniendo la piel en tan apasionante aventura.
Esta vez era una mujer. Morena, de estatura pequeña y aunque no aparentaba ser demasiado fuerte, se movía con energía y parecía muy valiente.
Lucía sintió una gran envidia, cerró los ojos y pudo imaginarse así misma lanzándose al precipicio con sus alas de colores. Imaginó también como saldría de su pecho aquel grito salvaje, mientras vería la sombra de su silueta reflejada en la llanura.
Y aterrizó de su propio sueño, justo a tiempo para ver el salto.
Sus hijos aplaudían entusiasmados, tal como ella había hecho 22 años atrás. Esperó impaciente el grito, sabía que lo oiría de nuevo…
Apenas transcurrieron unos segundos cuando se estremeció de pies a cabeza al sentir la voz de la mujer desgarrando el silencio de la montaña.
- ¡Es el grito de la libertad! -les dijo con entusiasmo a los niños.
Y sintió que empezaba a vivir la suya propia, saboreándola como nunca antes lo había hecho. Tantos años que habían pasado y aún no había aprendido a volar.
Y esa mañana de febrero, mientras el viento volvía a golpear su rostro al borde del precipicio y la primavera ya era un presagio, se atrevió a pensar que aún no era demasiado tarde para hacerlo.
Volver a despertar en aquel lugar era como una liberación para el espíritu, una sensación de auténtica armonía al reencontrarse con los recuerdos de la infancia, con la quietud de la montaña, escapando de los días grises que en la ciudad se solapaban haciendo que todo pareciera siempre tan igual y monótono.
Aquel fin de semana iba a ser diferente, había regresado después de mucho tiempo a la casita de la montaña. El lugar donde sus padres veraneaban.
Le encantaba conducir por aquellos caminos, se sentía feliz y segura. Avanzaba veloz, con la ventana bajada sintiendo como el aire golpeaba su rostro. Había aún rincones cubiertos por las últimas nieves y la luz del sol penetraba a través de las sombras descubriendo aquel bosque que empezaba a despertar del largo letargo del invierno.
Aquella mañana se respiraba un frescor diferente, crecía un rumor a su alrededor y una brisa muy suave, como de primavera, se enredaba entre las ramas casi desnudas de los árboles. Era como si todo se preparara para recibirla y esa mañana de febrero, se podía sentir su aroma ya flotando en el aire.
Paró el coche en un claro soleado del bosque para que sus hijos jugaran. Empezó a correr tras ellos intentando atraparlos, pero se escabullían retorciéndose entre risas porque ella nunca los alcanzaba. Ya cansados de jugar, se sentaron en la hierba para desayunar. Después caminaron hacia un mirador que quedaba allí cerca y recogieron piedras pequeñas del suelo para tirarlas al vacío.
Aquel mirador era el lugar favorito de su infancia, el escondite secreto donde con sus amigos pasaba las horas buscando fósiles, tirando piedras al vacío y gritando sus nombres contra el eco de las montañas.
“La casa del viento”, así habían llamado a ese lugar desde niños. Una casa abandonada, sin puertas ni ventanas donde circulaba siempre el viento a su antojo y la montaña se vertía inmensa y solitaria a sus pies.
Recordó el día en que habían encontrado allí mismo un muerto tirado sobre la hierba; un ajuste de cuentas, un preso acuchillado que alguien había abandonado sin compasión en el mirador, a los pies de la casa.
Desde entonces las gentes del lugar le llamaron “La casa del hombre muerto”, pero para ellos siguió siendo siempre la casa del viento y allí regresaban a escondidas de sus padres que ya no les permitían volver como antes a aquel extraño lugar.
Lucía estaba sentada cerca del borde del mirador con sus hijos, contándoles aquella historia, cuando de repente, vio que subía un coche por la carretera. Llevaba algo enorme de colores amarrado sobre el techo: era un ala delta.
Se emocionó al instante relacionando aquella visión con la aventura de un día de su infancia. Se levantó rápidamente, cogió a los niños de la mano y se los llevó hacia al coche mientras les decía:
-Hoy es nuestro día de suerte chicos… ¡Vais a ver volar!
De niña, subía en bicicleta con sus amigos por aquellas carreteras, aunque por aquel entonces no estaban aún bien asfaltadas. Solían inventar que eran los protagonistas de la pandilla de una famosa novela juvenil.
Un día, mientras estaban en la casa del viento planeando nuevas aventuras, vieron como subía una furgoneta grande por el camino de tierra. Llevaba un ala delta amarrada sobre el techo y se dirigía hacia el montículo que quedaba frente a ellos. Uno de los chicos se levantó diciendo: “¡Vamos a ver lo que hacen!”. Y cogieron sus bicicletas y se pusieron en marcha pedaleando con fuerza.
Aún no imaginaban que iban a contemplar cómo alguien se lanzaba al vacío con aquel gran pájaro de colores.
Por fin llegaron sin aliento al montículo y allí se encontraron con unos hombres jóvenes desplegando el ala delta sobre el suelo, preparando todo para la gran hazaña. Tardaron más de una hora en montarla. Había uno de ellos que caminaba con el brazo extendido hacia arriba, mientras sostenía en su mano un extraño aparato. Cuando los muchachos le preguntaron que hacía, les dijo que estaba midiendo la velocidad del aire y aquel instrumento emitía unos ruiditos agudos mientras él caminaba sosteniéndolo.
Lucía y sus amigos miraban intrigados mientras seguían haciendo más preguntas al joven. Los demás parecían demasiado ocupados montando el gran pájaro de colores. Eran gente agradable, procedente de diferentes puntos de la comarca.
Cuando todo estuvo listo, el joven se acercó a ellos y les dijo: “Bueno muchachos, si os quedáis ahí bien quietitos podréis ver como me lanzo con mi ala delta y vuelo bajo vuestros pies, pero sobre todo no os acerquéis demasiado al precipicio”.
Estaban emocionados, aquello si era una aventura de verdad.
El joven sonreía radiante, todo estaba preparado y su pequeño público lo esperaba lleno de ilusión. Se acercó hasta sus compañeros y los abrazó, después se situó en una especie de soporte que había en el interior del ala y les guiñó un ojo a los chicos, mientras levantaba el dedo pulgar en señal de listos. Ya muy cerca del borde del precipicio, inspiró profundamente mirando hacia el cielo.
Todos estaban paralizados esperando el momento de la caída cuando finalmente, hizo una pequeña carrera respirando de nuevo con ansias y se lanzó al vacío…
Unos instantes después un grito salvaje inundaba el valle. Era un grito impresionante que rebotaba contra su propio eco y volvía velozmente a oídos de aquel público entusiasmado. Todos empezaron a aplaudir, y de repente, Lucía sintió como se le erizaba el vello al escuchar aquel sonido humano dominando la montaña. Fue entonces cuando empezó a pensar que un día ella también lo haría; se lanzaría al vacío y gritaría bien fuerte, sintiendo aquella sensación de libertad y descubriendo el placer de oír su propia voz rebotando en las montañas, mientras planeaba en el aire sobre el valle.
Y muchos años después de aquel día de su niñez, estaba de nuevo allí; con su niña de ayer, con sus niños de hoy, viendo como alguien se lanzaba de nuevo al vuelo poniendo la piel en tan apasionante aventura.
Esta vez era una mujer. Morena, de estatura pequeña y aunque no aparentaba ser demasiado fuerte, se movía con energía y parecía muy valiente.
Lucía sintió una gran envidia, cerró los ojos y pudo imaginarse así misma lanzándose al precipicio con sus alas de colores. Imaginó también como saldría de su pecho aquel grito salvaje, mientras vería la sombra de su silueta reflejada en la llanura.
Y aterrizó de su propio sueño, justo a tiempo para ver el salto.
Sus hijos aplaudían entusiasmados, tal como ella había hecho 22 años atrás. Esperó impaciente el grito, sabía que lo oiría de nuevo…
Apenas transcurrieron unos segundos cuando se estremeció de pies a cabeza al sentir la voz de la mujer desgarrando el silencio de la montaña.
- ¡Es el grito de la libertad! -les dijo con entusiasmo a los niños.
Y sintió que empezaba a vivir la suya propia, saboreándola como nunca antes lo había hecho. Tantos años que habían pasado y aún no había aprendido a volar.
Y esa mañana de febrero, mientras el viento volvía a golpear su rostro al borde del precipicio y la primavera ya era un presagio, se atrevió a pensar que aún no era demasiado tarde para hacerlo.
Aquella noche en sus sueños
Su corazón quiso volar
Sentir el canto de los valles
Y con sus alas inmensas multicolores
Surcar el viento
Su corazón quiso volar
Sentir el canto de los valles
Y con sus alas inmensas multicolores
Surcar el viento
mayde molina
6 comentarios:
Es un grito de libertad necesaria y esencial.
Muy bonito y entrañable, niña.
Abrazo grande.
Estoy segura de que una mujer de aire es PRECISO que sepa volar.
(Yo, como soy de fuego, prefiero quedarme alredeor de la hoguera a escuchar y contar cuentos...)
Maravilloso, Mayde, maravilloso...
Que bien narras y que bonita historia.
Logras que nos metamos en la piel del los protagonistas.
Enhorabuena.
Llegué aquí desde el blog Poesías sin papeles donde me has encantado con tu poema sobre mi Cuba, y me he quedado lleno dentro con este canto de libertad desde la casa del viento.
Enhorabuena.
Leo.
siempre es un gustazao leer tu volar.
besoscs
Volar, siempre y pese a quien pese, no dejar de volar.
Un abrazo.
Publicar un comentario