"EL CREPÚSCULO" OBRA DE ANNA CALERO |
No obstante, a pesar de verla aún tan entusiasmada con los pinceles en la mano y la paleta llena de ocres y azules disueltos, a pesar de que solamente faltaba media hora para acabar ya la clase, tuvo el presentimiento de que aquel día, por fin, Anna, iba a terminar con su obra.
La caída de la tarde, había logrado resaltar cada matiz de su luz en aquel hermoso lienzo que ahora se había acercado a contemplar de nuevo.
Él estaba de pie, con los brazos cruzados apenas unos pasos detrás de ella, que seguía deslizando el pincel, moviéndose casi imperceptiblemente hacia delante en cada trazo; matizando el reflejo de la puesta de sol en el cuerpo de las últimas hojas del viejo árbol que había plasmado desde el primer día en el centro de la estampa.
Armando, su profesor de pintura, el hombre de los mil matices bajo el pincel, de los sueños esponja de la niñez, de los pocos y sencillos esquemas para una vida ahora y del escaso equipaje al emprender un viaje fuera más largo o más corto… Se quedó observándola unos minutos más, antes de que sus pasos se alejaran para llevarlo hasta el final de la estancia a revisar el trabajo de otros alumnos.
Armando, el artista que se había trazado una propia identidad por ser el creador de los lienzos “vida-paisaje”, o “lluvia-rocío-blanco”, o “muerte-invierno”, como el mismo bautizaba con letras pequeñitas bajo cada obra finalizada. El pintor de los fantásticos mundos acuarela-densa desdibujándose sobre un lienzo….
Y sin que nadie más que él pudiese imaginarlo; también el Armando de las palabras, el escriba silenciado que de noche no se olvidaba que ya llevaba siendo pintor casi toda una vida y sin embargo, no había sabido plasmar aún sobre un lienzo lo que para él habían sido los mejores paisajes.
Aquellos que solamente se exponían mudos y llenos de color frente a su alma de soñador, al cerrar los ojos al final de un largo día.
Por eso, cuando a veces, no podía dormir, trataba de llenar huecos de alma, con las palabras que fluían de su pluma, ganando clara ventaja a los colores que de día había estado estampando con ágiles trazos de sus dedos.
Soñar, amar, pintar, escribir… Sus cuatro grandes razones para caminar por el mundo, aún en aquellos tiempos extraños.
Unas a veces con más peso que las otras y también mucho más sencillas de plasmar en el día a día unas que las otras…
Había sido mucho más fácil por ejemplo soñar, que amar, seguía siendo mucho más sencillo escribir que dibujar por las noches y sin embargo, sin darse cuenta, por esas cosas inexplicables que a veces le suceden a una persona en la vida, había logrado su reconocimiento solamente pintando de día, pintando hasta que moría la luz de la tarde y era ya la hora de retirarse.
Jamás nadie había sabido, ni pudo ver exhibiéndose en alguna exposición suya los verdaderos paisajes de sus noches, los mundos que solamente relataba sobre el papel, para que la memoria ya nunca los olvidara.
Aquellos “paisajes” que aún ahora lo seguían transportando a la nostalgia más profunda.
Él los llamaba “paisajes del interior”. O “paisajes de adentro” y los sentía como las cometas volando cuando era niño, o los días de novillos en la escuela para tocar la guitarra y cantar alegremente junto a las muchachas. O quizás como las fotos amarillas guardadas en una caja de madera bajo la cama, o las tardes de pesca junto a su padre o el inolvidable verano en que lo llevaron por primera vez quince días de vacaciones junto al mar.
Y cada uno de aquellos paisajes únicos, podían ser revividos solamente de ojos para pecho adentro, o de mano hacia papel en la noche… Pero nunca había logrado pintarlos.
Y ahora él, el hombre de las mil palabras, casi siempre más vivas en el papel que en los labios, se iba quedando sin ninguna conforme iba viendo crecer el alma viva de aquel cuadro, que llevaba ya incontables tardes contemplando mientras Anna no cesaba de seguir pintándole nuevas hojitas a su árbol…
Cómo describirle las sensaciones que le transmitía aquel crepúsculo. Cómo hablarle de su hermosura, sin que pareciera un mero cumplido de maestro a alumna.
Mil veces se había imaginado qué le diría cuando ella le preguntara, el día que al fin lo terminase, si le gustaba.
Y cómo iba a poder entonces explicarle, que aquella pintura se parecía tantísimo a uno de sus mejores “paisajes de adentro”.
Las manos de Anna seguían dándole vida a las ramas pobladas del viejo árbol.
Estaba más que dichosa, bastante más que satisfecha con su trabajo, aún completamente entregada a su mundo de colores, donde los tonos del fuego que ella sentía alumbrándola en secreto, revivían en mil matices plasmados junto a la caída del sol antes de fundirse con los azules clareándose en el horizonte.
Empezó a acariciar el cuadro con sus dedos y pasó por el viejo árbol, que ella había querido que pareciera mover las hojas en el lienzo, al compás de la brisa que se iba desvaneciendo ligera y liviana hasta el mar.
Como en esas horas, en que al caer la tarde, casi siempre se levanta un suave vientecillo que uno no sabe nunca de donde viene y tal vez sólo surja para anunciar a las gentes, que el día está llegando a su fin, que faltan muy pocos minutos para que la luz se rinda completamente ante la noche y el mundo que soñamos cada uno se empiece a despertar sigilosamente.
Se quedó pensando que le gustaba tanto, porque aquel cuadro hablaba de ella misma. Porque cada hojita pintada, había sido un pensamiento volado de dentro a fuera, un deseo enviado del corazón a la ilusión, un nuevo sueño por el que vivir antes de que llegaran los otoños a los árboles amontonando sobre sus raíces, aquellos millones de hojas, que cumplían solamente con su misión natural de ser momentos secos cayéndose.
Cayéndose para sembrar el suelo del largo invierno…
En aquel instante imaginó que el árbol de su cuadro sería perenne.
Al menos, así lo deseaba. Por eso, supo que ya había terminado. Ya no iba a pintarle hojas caídas sobre el suelo tal como ayer había estado pensando.
Así siempre habría una sombra apacible bajo él y un rumor de hojas danzando entre las ramas. Allí esperaría para poder contemplar el final de la tarde. Sentada en el banco que también había dibujado en primer plano, frente al mar azul de su cuadro.
Un árbol, un mar, un crepúsculo y un banco de madera. También cuatro razones para soñar. Y verse ella desde su imaginación sentada y el crepúsculo o el mismo mar contemplándola.
Sí, definitivamente sería un árbol perenne, sin apenas hojas secas caídas a sus pies, sin apenas olvidos meciéndose en los recuerdos.
Acababa de terminar su primer crepúsculo. Se puso de pie, para mirarlo desde un poquito más de distancia. Tardó dos minutos en llamarlo a él para enseñárselo:
_ ¡Armando! ¡Ven, al fin he terminado!_ le dijo mientras surgía en su cara una sonrisa inmensa.
Armando se acercaba en silencio. Su presagio había sido cierto. Aquella tarde Anna había acabado su crepúsculo y al fin estaba allí ahora de pie, junto a él, preguntándole:
_ Dime… ¿Te gusta?
Él solo pudo entre abrir los labios un poco para decirle en voz baja:
_ Sí. Me gusta.
_ ¿Vaya, sólo te gusta? ¿Pero te gusta un poquito…? ¿Mucho? _ dijo ella sosteniendo aún los pinceles entre sus dedos.
_ Me gusta. Me gusta muchísimo Anna_ contestó él con un temblor extraño en los ojos_ Muchísimo… ¿Y sabes porque me gusta tanto?
Ella esperaba ansiosa la respuesta…
_Me gusta, porque has logrado pintar tu primer “paisaje de adentro”.
Y Anna se quedó entonces sonriendo unos instantes, mirándolo en silencio, sin acabar de comprender del todo lo que quería decirle con aquello.
Mientras la imaginación de Armando empezaba a volar muy lejos de aquella sala, soñando como sería pintarla a ella, a uno de sus más hermosos "paisajes de adentro", antes de que llegara el próximo otoño cualquier tarde cerca del mar.
Obra: "El crepúsculo" de Anna Calero
2 comentarios:
bella obra, gracias por compartirla.
un abrazo
El sueño de la vida....amar intenso, es maravilloso! Grandísimo texto.
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